Una noche cálida del verano, Salvador Dalí se encontraba sumergido en un profundo sueño. En su mente, colores brillantes y formas extravagantes se entrelazaban en un baile hipnótico, transportándolo a paisajes irreales y fantasticos. Se sentía como un niño perdido en un parque de diversiones interminable, en el que cada atracción era más extraña y maravillosa que la anterior. Se deslizaba por toboganes de arcoíris, se balanceaba en columpios hechos de relojes derretidos y volaba en un carrusel de elefantes rosados.
Explorando ese mundo experimentó una mezcla de asombro y éxtasis. Las reglas de la realidad se desvanecían y todo era posible en su universo onírico. Empezó a sentir una sensación de melancolía, una profunda nostalgia por un lugar que nunca había existido realmente. ¿Podría alguna vez volver a ese mundo de fantasía y libertad, o estaba condenado a despertar y enfrentarse a la cruda realidad una vez más?
Cuando el sueño llegó a su fin abrió los ojos, se sintió abrumado por la intensidad de sus emociones. Sabía que no podría permanecer en su mundo de ensueño para siempre. Con una sonrisa en los labios y el corazón lleno de inspiración, se preparó para afrontar el día, sabiendo que sus sueños siempre estarían ahí, esperando para guiarlo en su eterno viaje hacia lo desconocido.
Siempre tuvo la necesidad de expresar sus sueños y anhelos a través de su arte. Sintiendo que en cada pincelada se acercaba un poco más a la profundidad de sus pensamientos y emociones. Sus pinturas no eran una representación visual, sino también una ventana a su mundo interior. Cuyo mayor anhelo era transmitir emociones y despertar sensaciones con sus pinturas provocando un impacto emocional, que haga reflexionar a quienes las observen y les hagan sentir algo único y especial
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